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Un nuevo tiempo

  • Foto del escritor: Amadeu Isanta
    Amadeu Isanta
  • 14 jun
  • 4 Min. de lectura

El reloj de la plaza marcaba las 23:59. La gente se había reunido en la recta final del año para despedir el viejo calendario, con brindis, abrazos y promesas. Sin embargo, ese año era distinto. Nadie sabía por qué, pero todos lo sentían: el aire estaba cargado, como si algo grande estuviera a punto de suceder.



Martín, un anciano que había visto ochenta y cinco años pasar, se detuvo frente al reloj, fascinado por el tintineo metálico de las manecillas. Observó cómo el segundero avanzaba con pesadez. “Algo está mal”, pensó. Un murmullo recorrió la multitud cuando el segundero llegó al último segundo antes de la medianoche… y se detuvo.


Los fuegos artificiales no estallaron, las campanas no sonaron, las risas se apagaron. Todo quedó suspendido en ese instante. La gente miró a su alrededor, aterrada. Era como si el tiempo se hubiera congelado.


Martín cerró los ojos. Sabía lo que era: el año se había acabado, no el tiempo, sino el concepto mismo. Las hojas de los calendarios eran irrelevantes ahora. No habría otro enero, ni otro diciembre. La eternidad había comenzado.


Cuando abrió los ojos, la multitud estaba inmóvil. Sólo él podía moverse. “El tiempo es nuestro regalo”, pensó, y con una sonrisa triste, avanzó hacia el silencio eterno.


Al caminar entre las figuras congeladas —un niño alzando una bengala, una pareja a punto de besarse, una anciana alzando su copa— sintió el peso del momento como una niebla espesa. El mundo ya no vibraba. No había viento, ni eco, ni siquiera su propio aliento. Solo el sonido leve, interior, del recuerdo de su corazón.


Pasó junto a la fuente de la plaza, donde el agua había quedado suspendida a medio salto. Tocó una gota inmóvil: era sólida como el cristal, aunque temblaba con un brillo apenas perceptible. Martín supo que aquello no era un sueño. Era la detención definitiva. O tal vez, el comienzo de otra cosa.


La idea le llegó con claridad. No era el único ser consciente, pero sí el primero en despertar. A lo lejos, vio una figura en movimiento. Caminaba con lentitud, como si también acabara de salir de un largo letargo. Era una mujer de cabello blanco, con un abrigo rojo oscuro, apoyada en un bastón.


—¿Martín? —preguntó ella, sorprendida—. ¿Eres tú?


Él entrecerró los ojos y tardó unos segundos en reconocerla.


—¿Luisa? Pero… tú...


—Murió mi cuerpo —dijo ella, con una sonrisa suave—. Pero no todo muere. El tiempo se ha disuelto, y ahora estamos en lo que queda cuando todo lo demás se va.


Martín se acercó con pasos lentos. La última vez que la había visto fue hacía treinta años, en su entierro. Nunca había dejado de pensar en ella. Ahora estaba ahí, viva de otro modo.


—¿Dónde estamos?


—En el pliegue entre lo que fue y lo que viene —dijo ella, mirando el cielo sin estrellas—. Es un umbral, Martín. Una rendija entre dimensiones. El tiempo humano ha cesado. Pero eso no significa que todo se haya acabado.


—¿Entonces hay algo más?


Ella asintió.


—Sí, pero no como lo conocemos. A los que despiertan aquí se les ofrece una elección. Seguir adelante, hacia lo eterno, o regresar, si aún tienen algo por completar.

Martín tragó saliva. No se sentía asustado. Más bien lleno de una paz inmensa, mezclada con una punzada de nostalgia.


—He esperado. Sabía que llegarías —dijo Luisa, y por primera vez desde que el mundo se había detenido, él sintió algo cálido, humano, latiendo en lo profundo.


Juntos caminaron por la plaza. Las luces seguían encendidas, como si aún esperaran la medianoche. El reloj permanecía inmóvil, marcando el último segundo del último año. En ese segundo congelado, el tiempo parecía rendido, sin fuerza para continuar.


—¿Qué pasa si cruzamos? —preguntó Martín, señalando la bruma que comenzaba a formarse en los bordes de la realidad. Más allá, un resplandor dorado latía suavemente, como el interior de un recuerdo.


—Nadie vuelve una vez que cruza —dijo Luisa, con dulzura—. Pero se dice que es como regresar a casa.


Martín cerró los ojos, dejando que la idea se asentara. Pensó en su infancia, en los trenes de madera, en las meriendas bajo la higuera, en las cartas de amor que escribió y nunca envió. Pensó en su hijo, en su nieta que había nacido ese año. Pensó en todo lo que aún no había dicho.


—Quiero volver —dijo por fin.


Luisa lo miró largo rato, luego asintió.


—Entonces despiértalos. El tiempo, aunque haya sido negado, puede renacer en manos de alguien que lo recuerde.


—¿Cómo?


—Toca el reloj —dijo ella, señalando la torre—. Pero no para marcar la hora, sino para dar sentido. La vida no se mide en segundos, Martín, sino en momentos.


Él se acercó lentamente a la torre. La escalera era empinada y oxidada, pero sus piernas lo sostuvieron. Al llegar al mecanismo, vio que el corazón del reloj estaba detenido, como un pájaro dormido. Puso su mano sobre el engranaje principal.


—No quiero volver solo —susurró.


—No lo harás —respondió Luisa desde abajo—. Porque cuando el tiempo comience de nuevo, todos despertarán.


Martín cerró los ojos y empujó suavemente la rueda del tiempo. Un clic. Luego otro. Un zumbido tenue comenzó a vibrar en el aire, como un acorde lejano afinándose.


Y entonces, el segundero cayó.


Fue apenas un suspiro, pero bastó. Las campanas repicaron de golpe, los fuegos artificiales estallaron como si hubieran contenido un año entero de espera, las voces volvieron como un torrente. La gente gritó, rió, lloró. Nadie sabía que el mundo había estado detenido. Solo sintieron que aquel año comenzaba con una emoción inexplicable, como si algo precioso hubiera estado a punto de perderse.


Martín bajó de la torre. La plaza estaba viva. El agua fluía en la fuente. El niño reía con su bengala. La pareja se besaba. Y él… él estaba solo otra vez.


Pero no del todo. Una brisa suave le rozó la mejilla, con el aroma de jazmín y hogar. Martín sonrió, mirando el cielo. Sabía que ella estaba allí, en alguna parte de ese nuevo tiempo que él había despertado. Y que cuando llegara el momento, el verdadero, ella estaría esperándolo.


Caminó entre la gente, invisible para todos, pero lleno de algo profundo. No era tristeza. Era gratitud. Porque había comprendido lo esencial: el tiempo no es un enemigo. Es un don. Y cada segundo, un milagro.



Esta obra está bajo licencia CC BY-NC-ND 4.0. Para ver una copia de esta licencia, visite https://creativecommons.org/licenses/by-nc-nd/4.0/©

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