top of page

Relicario dorado

  • Foto del escritor: Amadeu Isanta
    Amadeu Isanta
  • hace 4 días
  • 4 Min. de lectura

Adela había heredado un relicario antiguo, un pequeño óvalo de oro con inscripciones que nadie en la familia podía descifrar. Siempre le había parecido hermoso, pero también inquietante. Su superficie, desgastada por el tiempo, parecía vibrar suavemente cuando lo sostenía durante mucho rato. Lo había guardado en una caja de terciopelo junto a cartas viejas de su abuela, sin atreverse a llevarlo consigo.



Una noche, incapaz de dormir por un mal sueño, lo sacó de su escondite. Se sentó junto a la ventana, donde la luna llena proyectaba su luz pálida sobre la habitación. Fue entonces cuando notó que las letras grabadas en el oro brillaban con un tenue fulgor azul, como si respondieran a la claridad nocturna o, quizás, a su estado de ánimo.


Impulsada por una mezcla de curiosidad y un inexplicable deseo, Adela giró el relicario entre los dedos. Sin saber por qué, lo abrió y susurró las palabras inscritas:

Intrare animum.


En cuanto las pronunció, sintió un tirón en el pecho, como si algo invisible la arrancara de su mundo. El suelo pareció disolverse bajo sus pies y un vértigo dulce y cálido la envolvió. Cuando volvió a abrir los ojos, ya no estaba en su habitación.


Se encontraba dentro de un vasto espacio sin techo ni suelo claros, lleno de luces danzantes, fragmentos de recuerdos y emociones que flotaban como burbujas brillantes. Era un lugar hermoso y abrumador al mismo tiempo, una mezcla de sonidos olvidados, aromas lejanos y sensaciones que no podía poner en palabras.


Era su propio mundo interior.


Al caminar, los paisajes cambiaban a su alrededor sin previo aviso. Primero apareció un bosque: era el parque donde jugaba de niña, solo que más vibrante, más vivo. Los árboles susurraban secretos, y el aire olía a pan con chocolate y a tardes interminables de verano. Oyó su propia risa, aguda y sincera, mezclada con la voz de su madre llamándola desde la distancia.


Siguió caminando, y el bosque se desvaneció. Ahora estaba ante un río caudaloso que no corría con agua, sino con lágrimas. Cada gota llevaba una emoción: tristeza, frustración, miedo, pérdida. Reconoció momentos de su vida en los reflejos ondulantes: la muerte de su abuela, una amistad traicionada, los silencios que tanto dolieron. Se sentó un momento al borde del río y dejó que una lágrima real se le escapara por la mejilla. El río la acogió sin juicio.


Luego vino la montaña. Alta, imponente, cubierta por una niebla espesa. Cada piedra que pisaba al subir parecía pesar el doble, como si arrastrara con ella cada decisión no tomada, cada camino evitado. Escuchaba voces que dudaban, que posponían, que decían "no es el momento", "mejor no arriesgarse", "¿y si sale mal?". La cima parecía inalcanzable, pero algo en su interior la empujaba a seguir. Y lo hizo. Paso a paso, a pesar del miedo, del peso, del frío.


Cuando por fin alcanzó la cumbre, la niebla se disipó, y en el centro encontró un espejo. Pero no era un espejo común. No reflejaba su cuerpo ni su rostro, sino una figura luminosa, cambiante, compuesta de retazos de memoria, de sentimientos, de potencial no revelado. Era su esencia pura: la suma de lo que era, lo que había sido, y lo que aún podía llegar a ser.


Se acercó temblando, y al tocar el espejo, una oleada de energía la atravesó. Se sintió transparente y densa a la vez, como si toda su vida se comprimiera en un único segundo.


Y entonces, de pronto, volvió a estar en su habitación.


Estaba de rodillas en el suelo, jadeando, el relicario en la mano. La luna seguía brillando, como si nada hubiera pasado. Pero algo sí había cambiado.


El relicario estaba cerrado de nuevo, pero las inscripciones habían desaparecido. Liso, dorado, ahora parecía un objeto inofensivo. Pero Adela sabía la verdad: no era solo un adorno antiguo. Era un portal. Un umbral hacia el alma.


Durante los días siguientes, caminó por la vida con una nueva quietud. Había entendido cosas que antes solo intuía. Ya no huía de sus emociones como si fueran enemigos. Podía mirar con ternura a su niña interior, llorar con dignidad sus pérdidas y aceptar las elecciones no tomadas sin cargar con culpa eterna.


Comenzó a escribir. No sabía muy bien por qué, pero cada mañana sentía la necesidad de poner en palabras lo que había visto. Llenó páginas con recuerdos que no sabía que conservaba, sueños olvidados, preguntas aún sin respuesta. El relicario descansaba ahora en su escritorio, cerrado, silencioso. Pero había dejado una marca invisible en su espíritu.


Una tarde, una amiga la visitó. Al ver el relicario, lo tomó entre los dedos.—Es precioso… —dijo—. ¿Qué significaban las inscripciones?


Adela sonrió con suavidad.

—No se pueden traducir del todo. Pero, si alguna vez lo ves brillar bajo la luna, tal vez te invite a mirar hacia dentro.


Y no dijo más. Porque había cosas que no podían explicarse, solo vivirse.



Esta obra está bajo licencia CC BY-NC-ND 4.0. Para ver una copia de esta licencia, visite https://creativecommons.org/licenses/by-nc-nd/4.0/©


Comments


Subscriu-te aquí per rebre les últimes publicacions

Gràcies per enviar!

© 2024 - 2025  Culturànima · a.isanta

bottom of page