Caminar por las vías
- Amadeu Isanta
- 24 may
- 4 Min. de lectura
Kira vivía en un pequeño pueblo olvidado por el tiempo, donde los relojes parecían avanzar más despacio y el polvo cubría las paredes de ladrillo como una piel vieja. Rodeado de rieles oxidados y campos marchitos, el lugar tenía algo de fotografía antigua, como si su alma hubiera quedado atrapada en un sepia perpetuo. El único sonido que rompía la calma era el silbido lejano del tren nocturno, que cada noche cruzaba los límites del pueblo sin detenerse jamás.

Todos sabían que no era un tren cualquiera. Lo llamaban El Susurro. Nadie sabía de dónde venía ni adónde iba. No transportaba pasajeros ni carga visible. Solo humo, sombras y un silbido que helaba la sangre. Había una regla no escrita entre los habitantes del pueblo: nunca caminar por las vías cuando el tren venía. No por superstición, sino por una certeza antigua, de esas que se transmiten en silencio, en miradas y suspiros, sin necesidad de palabras.
Pero Kira no creía en cuentos. Tenía diecisiete años y un hambre feroz de respuestas. Mientras otros aceptaban el misterio con resignación, ella necesitaba entender. ¿Qué podía tener de especial un tren? ¿Por qué esa advertencia tácita? ¿Qué escondían esas vías cuando el mundo dormía?
Esa noche, Kira esperó a que todos en casa se acostaran. Se puso su abrigo más grueso, tomó una linterna y salió sin hacer ruido. La luna, casi llena, proyectaba sombras fantasmales sobre los rieles, como si los árboles y postes quisieran disuadirla. Pero ella siguió adelante, decidida.
El aire olía a óxido y a algo más: una mezcla de tierra mojada y hojas muertas. A lo lejos, el silbido del tren resonó por primera vez. Lento, agudo, como un lamento arrastrado por el viento. Kira se estremeció, pero no se detuvo. Sus botas resonaban sobre las piedras del camino, y su linterna apenas alcanzaba a iluminar unos metros más allá.
A medida que avanzaba, el silbido se hacía más cercano… y más humano. No era solo un sonido mecánico: había en él un tono quebrado, casi como si alguien gimiera a través del vapor. De pronto, sus pasos comenzaron a resonar en un eco que no era suyo. Miró hacia atrás. Nada. Sin embargo, una presión invisible le recorrió la espalda, como si alguien –o algo– la observara.
Fue entonces cuando lo oyó: un susurro apenas audible, casi devorado por el viento.
—No debiste venir…
Kira se detuvo. El corazón le latía con fuerza, golpeando en su pecho como un tambor. Giró sobre sí misma con la linterna temblando en sus manos. Nada. Solo la niebla empezando a levantarse.
Y entonces apareció.
En la distancia, el tren asomó por la curva, con sus luces brillando en la oscuridad. Pero no eran luces comunes. Brillaban como ojos, ojos inmensos y amarillos, como los de un lobo en plena noche. El humo que salía de la locomotora no ascendía, sino que se arrastraba por el suelo, como dedos buscando algo que agarrar. Y con él vinieron las figuras.
Emergieron de las sombras, desdibujadas al principio. Rostros pálidos, vacíos, sin ojos ni boca, solo siluetas que flotaban alrededor de las vías como marionetas rotas. Se acercaban sin moverse, como si fueran arrastradas por el viento. Kira quiso correr, pero sus piernas no respondieron. Era como si el frío se le hubiera incrustado en los huesos.
El tren se acercaba, su silbido ahora desgarrador. Las figuras estaban más cerca. Una de ellas alzó una mano… o lo que quedaba de ella. Era una mano huesuda, traslúcida, que parecía suplicar.
—Devuélvelo… —musitó.
Kira tembló.
—¿Devolver qué? —logró decir.
—El nombre… —respondieron todas a la vez, en una cacofonía que le perforó los oídos—. Lo tomaste… lo dijiste en voz alta.
Y entonces lo recordó. De niña, había jugado en el viejo almacén del ferrocarril con su primo. Una vez, entre risas, habían encontrado una lista empolvada de pasajeros del tren. Él le retó a leer uno en voz alta. Kira, sin pensarlo, eligió el que más raro le pareció: Caleb Morh. Nada ocurrió entonces. Pero ahora… ahora entendía.
Las figuras no eran sombras. Eran los que habían sido olvidados, los que habían subido al tren sin retorno. Cada vez que alguien pronunciaba un nombre de aquella lista, un alma se liberaba… para buscar reemplazo.
El tren ya estaba sobre ella. No venía sobre los rieles: flotaba, rozando la realidad como un espejismo rugiente. Kira gritó, por fin, pero nadie la oyó. Cuando el tren la atravesó, el frío fue absoluto. No solo físico, sino existencial, como si todo en ella —pensamientos, memorias, voz— se disolviera en la niebla.
Y luego, el silencio.
Al amanecer, los habitantes del pueblo hallaron sus huellas en los rieles. Se detenían abruptamente donde el tren la había alcanzado. No había sangre, ni ropa, ni linterna. Solo las marcas de sus pasos… y una ligera hendidura en la grava, como si alguien hubiese caído de rodillas antes de desaparecer.
Desde entonces, el silbido del tren suena distinto. Más agudo, más burlón. Como si riera.
Y en las noches más frías, si uno escucha con atención, puede oír un murmullo apenas audible entre el silbido y el viento:
—Kira… Kira… ven con nosotros…
Porque los que suben al tren, ya no bajan. Y los que se atreven a romper la regla… se convierten en parte del viaje eterno.
Esta obra está bajo licencia CC BY-NC-ND 4.0. Para ver una copia de esta licencia, visite https://creativecommons.org/licenses/by-nc-nd/4.0/©
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