Restaurante km 47
- Amadeu Isanta
- 22 jun
- 4 Min. de lectura
Hizo una parada a medio camino. No por hambre ni cansancio extremos, sino por una opresión leve, pero constante, en el pecho. Como si algo —una idea o un recuerdo— se resistiera a emerger del todo. La carretera era larga, recta, indiferente. Un cartel oxidado anunció “Restaurante km 47 - 300 m”. Giró sin pensar demasiado.

El aparcamiento estaba vacío. Al fondo, tras unas ventanas amplias y polvorientas, se veía el interior casi desierto del restaurante. Entró. Una campanilla resonó en el silencio como una nota falsa en una pieza de piano.
Dentro, olía a grasa rancia y a algo más viejo: madera humedecida, tal vez, o recuerdos antiguos. Una camarera de pelo blanco le indicó una mesa sin decir palabra. Se sentó. El menú estaba escrito a mano y colgado con chinchetas en una pared amarilla y descascarada.
Pidió lo que parecía más reciente: un estofado con pan. Mientras comía, notó cómo el silencio se espesaba. No había música, ni voces, ni el zumbido de neveras industriales. Solo el leve crujido de la madera del techo y el tic-tac de un reloj que no veía.
La comida era sorprendentemente buena, y la pesadez que lo había traído hasta allí comenzó a diluirse. El calor suave del interior, la quietud del ambiente y el murmullo invisible de la digestión lo fueron acunando hacia el sueño.
Pidió un café que no llegó. En lugar de eso, apoyó la cabeza sobre los brazos cruzados y, sin proponérselo, se durmió.
Soñó con algo difuso. Un coche detenido en un arcén oscuro. Lluvia golpeando el parabrisas. Y una figura que se alejaba, sin mirar atrás. No recordaba si era él quien conducía o quien huía.
Al entreabrir los ojos, sintió la confusión pegajosa de una siesta fuera de lugar. La luz había cambiado. El reloj marcaba las 17:08. Frente a él, los platos estaban vacíos. Tan vacíos que parecían no haber contenido nada nunca.
Miró a su alrededor. No quedaba rastro de la camarera ni de ningún otro cliente. El local estaba exactamente como cuando llegó, pero con una pátina más densa de abandono. Parecía que los minutos de su siesta hubieran contenido horas o incluso días.
Se frotó los ojos. Todavía somnoliento, intentó concentrarse. ¿Por qué estaba viajando? ¿A dónde se dirigía?
Algo crujió tras la barra.
Se levantó, algo torpe, y se acercó, curioso y nervioso. Al otro lado, una puerta de servicio entreabierta dejaba ver una escalera descendente. No recordaba haberla notado antes. Dudó.
Volvió a mirar su mesa. No había rastro de su móvil. Ni de su cartera. Solo las migas del pan y el borde de un servilletero sin servilletas.
—Hola —dijo, casi sin voz.
No obtuvo respuesta.
Se asomó a la puerta. La escalera descendía a un sótano oscuro. Una bombilla parpadeaba al pie de los peldaños. Un zumbido, apenas perceptible, subía desde allí. ¿Una máquina encendida bajo tierra?. ¿Un corazón que late en el cemento?
Bajó. Cada peldaño crujía, pero no con el sonido seco de la madera vieja, sino con un lamento ahogado, algo por debajo protestaba su presencia.
Al llegar al fondo, se encontró ante una sala amplia, fría, iluminada por tubos fluorescentes que temblaban sobre las paredes de azulejo blanco. En el centro, una mesa metálica. Encima, un cuaderno abierto. Una silla.
Se acercó. En el cuaderno, escrito con letra desordenada, estaba su nombre. Página tras página.
Con fechas. Detalles. Lugares.
—Esto es una broma —dijo, aunque su voz no sonaba convencida.
Las anotaciones terminaban en la hoja actual. Una línea, escrita con tinta aún fresca, decía: “17:08. Ha despertado. Aún no recuerda por qué viaja”.
Se apartó del cuaderno como si quemara. Una náusea le subió por la garganta. Miró a su alrededor. En una esquina, un espejo colgado torcido devolvía su reflejo. Pero algo no encajaba. Su rostro estaba allí, sí, pero sin expresión. Era una versión incompleta de sí mismo. Más joven. O más viejo. No sabía decirlo.
—¿Quién eres? —preguntó en voz alta. No al espejo, sino al aire.
Y la voz que respondió no vino de fuera, sino de dentro: “Tú. Hace tiempo”.
Retrocedió. Algo en su interior se quebró, como un muro que ya no podía sostener la ignorancia.
Recordó. No todo. Solo una imagen: un accidente. Una discusión. Un portazo. Y luego, kilómetros de carretera sin saber si escapaba o buscaba.
Subió las escaleras corriendo. El restaurante estaba igual. Pero ahora los ventanales no dejaban ver el aparcamiento. Solo oscuridad.
Empujó la puerta. No se abrió. Golpeó. Gritó. Nada.
Se volvió. La camarera estaba allí. Imposible saber desde cuándo. Lo observaba en silencio, con los ojos velados como una fotografía antigua.
—¿Dónde estoy? —preguntó.
Ella ladeó la cabeza.
—A medio camino —respondió.
—¿Camino de qué?
La camarera no respondió. Señaló la mesa. En ella, el cuaderno reposaba ahora junto al plato vacío. Una nueva línea escrita.
“Empieza a recordar. Pronto decidirá si sigue adelante… o vuelve atrás.”
Pero no había ya atrás. Ni coche. Ni carretera. Ni mapas.
Solo ese restaurante detenido en el tiempo, esperando a quienes, como él, no pueden continuar sin entender primero de qué huyen. O a quién.
Y mientras leía esa última línea, comprendió que él no era el primero.
Ni sería el último.
Esta obra está bajo licencia CC BY-NC-ND 4.0. Para ver una copia de esta licencia, visite https://creativecommons.org/licenses/by-nc-nd/4.0/©
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