La primera comunión
- Amadeu Isanta
- 10 may
- 4 Min. de lectura
Ana miraba su vestido blanco como si fuera un velo entre ella y el mundo. Era su primera comunión, un día que debía ser especial, pero algo en la iglesia la inquietaba. Las sombras en las esquinas parecían moverse, y el frío de las piedras del altar atravesaba sus zapatos.

La iglesia de San Valerio era antigua, demasiado antigua. Nadie recordaba cuándo se había construido realmente. Las paredes de piedra exudaban humedad y un leve olor a cera rancia y madera vieja impregnaba el aire. Las vidrieras, ennegrecidas por los años, apenas dejaban pasar la luz de la mañana.
Cuando llegó su turno de recibir la hostia, el sacerdote, un anciano encorvado, la miró fijamente. Sus ojos eran pozos oscuros, y su voz reverberaba por todo el templo. “El cuerpo de Cristo”, dijo, colocando la hostia en su lengua. Al instante, un sabor metálico la invadió, como sangre vieja.
Ana quiso escupir, pero no pudo. Algo la mantenía inmóvil mientras el coro entonaba un cántico que no reconocía, unas notas extrañas que se elevaban y se hundían como una marea oscura. Sus compañeros de comunión, uno a uno, comenzaron a repetir el cántico con la mirada perdida.
De pronto, las luces de la iglesia parpadearon y se apagaron. En la penumbra, Ana vio figuras encapuchadas rodeándola. Su madre, entre los bancos, no hacía nada, simplemente sonreía con la mirada todavía más perdida.
Cuando las campanas sonaron anunciando el final de la misa, Ana ya no era Ana. Ahora era una más en el coro eterno, cantando en un idioma olvidado bajo la mirada vacía del sacerdote.
El tiempo dejó de existir para ella.
No supo si pasaron minutos o años. Su voz, antes aguda e infantil, se había transformado en un canto grave, profundo, que vibraba en su pecho sin que pudiera detenerlo. Sus manos pequeñas estaban frías, rígidas como las estatuas de santos que decoraban las naves laterales.
—Ana... —dijo una voz débil entre los bancos.
Fue apenas un hilo de sonido, ahogado por el cántico. Pero Ana, o lo que quedaba de ella, giró apenas la cabeza.
Era una niña. No debía tener más de cinco años. Estaba de pie junto a uno de los pilares, vestida también de blanco, con el pelo recogido en trenzas. Lloraba.
—Tienes que salir —murmuró, su voz temblaba—. No dejes que te atrapen como a mí.
Los ojos de Ana se abrieron más, por un instante conscientes. El cántico vaciló. Una nota disonante rompió la armonía del coro. El sacerdote levantó la cabeza.
—No escuches a los perdidos —dijo con voz rota—. Ya no eres de ellos.
Ana se llevó las manos al pecho. Algo latía allí, pero no era su corazón. Era como un nido de zumbidos, como si una colmena se agitara dentro de su cuerpo. Quiso gritar, pero sólo salió un cántico ronco.
La niña de las trenzas dio un paso atrás.
—Recuerda tu nombre —susurró—. Si recuerdas tu nombre, puedes volver.
¿Mi nombre...?
En la mente de Ana, algo parpadeó. Una imagen fugaz: un columpio rojo, el olor de las galletas recién horneadas, la risa de su madre, cuando aún la reconocía.
Ana.
La figura encapuchada más cercana se detuvo. La sombra pareció estremecerse, y por primera vez desde que todo comenzó, Ana sintió un poco de calor en los dedos.
Se arrancó el velo con torpeza, y el cántico se quebró. Las otras voces la miraron. Sus compañeros, niños como ella, ahora pálidos y ojerosos, detuvieron su canto al unísono. Las sombras enfurecidas.
El sacerdote alzó una mano, y la iglesia tembló. Las figuras encapuchadas se acercaban.
Pero Ana dio un paso adelante. La hostia, pegada aún en su paladar, ardía. Con un esfuerzo sobrehumano, la escupió al suelo. Al tocar las baldosas, la hostia se convirtió en ceniza.
—¡Ana! —gritó alguien más. Era su madre. Ya no sonreía. Lloraba, con las manos extendidas hacia ella—. ¡Corre!
El velo que separaba a Ana del mundo se rasgó. El vestido blanco empezó a desteñirse, a perder su brillo. En su lugar, aparecieron las manchas de barro, de sangre seca, de tiempo olvidado. Ana echó a correr por la nave central, esquivando las figuras. Las campanas sonaban sin control.
—¡No escaparás! —bramó el sacerdote—. Eres parte del coro eterno.
Ana tropezó y cayó de bruces, pero se levantó con furia. La niña de las trenzas la esperaba junto a la puerta. En sus manos tenía algo: un rosario antiguo, con cuentas de madera ennegrecida.
—Tócala —dijo—. Te llevará de vuelta.
Ana extendió la mano. Las figuras encapuchadas aullaron. El cántico se transformó en gritos.
Sus dedos rozaron el rosario.
Un estallido de luz la envolvió.
Despertó en el suelo de la iglesia, con el vestido arrugado y la cara húmeda. El sol entraba por las vidrieras. El canto había cesado. El sacerdote, ya no encorvado ni tenebroso, hablaba con dulzura a los siguientes niños que se acercaban a comulgar.
—Ana —dijo su madre—. ¿Estás bien? ¿Te has mareado?
Ana la miró, temblorosa. Quiso decirle todo lo que había vivido, todo lo que había sentido… pero no salió palabra alguna. En su mano, aún cerrada con fuerza, el rosario.
El mismo que colgaba del cuello de su abuela, muerta hacía años.
Desde ese día, Ana nunca volvió a entrar a una iglesia. Pero por las noches, a veces, despertaba con el eco de un cántico lejano, un idioma que no conocía pero que, en lo más profundo de su alma, recordaba perfectamente.
Y cada vez que eso ocurría, se aferraba al rosario bajo su almohada y pronunciaba su nombre en voz baja, para no olvidarlo jamás.
Ana.
Esta obra está bajo licencia CC BY-NC-ND 4.0. Para ver una copia de esta licencia, visite https://creativecommons.org/licenses/by-nc-nd/4.0/©
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