El ambiente de la terraza era perfecto. Una suave brisa movía los manteles de cuadros rojos y blancos, mientras el camarero, un hombre de bigote perfectamente esculpido, daba vueltas a una bandeja con una habilidad tan precisa que podría haber sido confundido con un malabarista profesional.

Ella masticaba lentamente una brava, su mirada clavada en él, como si lo estuviera desafiando a entrar en un debate filosófico que involucrara tubérculos y existencialismo.
—Sabes —dijo finalmente, dejando el tenedor sobre el plato con teatralidad—, las patatas son también altruistas. Piensa en ello: se entierran en la oscuridad, crecen sin reclamar protagonismo, y luego se ofrecen para alimentar a la humanidad. Son como los poetas olvidados que nunca publicaron un solo verso.
Él se rascó la barbilla con los dedos aceitosos, dejando un rastro de salsa brava que brillaba al sol.
—Tú las ves como poetas. Yo las veo como guerreras. Piensa en cuántas patatas han sido peladas, fritas, asadas, aplastadas... y aún así, no se rinden. Se reinventan en puré, tortilla, ensalada... No hay forma de aniquilarlas.
Ella lo miró con los ojos entrecerrados, como si hubiera dicho algo digno de una profunda reflexión.
—Interesante. Entonces, ¿dirías que esta patata —señaló la última brava del plato— es una especie de fénix culinario? ¿Qué renacerá en otra forma?
Él ladeó la cabeza, pensativo.
—Quizá... aunque renacer, lo que se dice renacer, no creo. ¿O acaso has visto a una patata reaparecer después de haberla comido? Eso sería… inquietante.
Ella sonrió con un destello travieso en los ojos.
—¿Y si te dijera que las patatas tienen un plan secreto para vengarse? Cada vez que las masticamos, sus pequeñas células liberan mensajes químicos que viajan por nuestro cuerpo hasta nuestro cerebro, colonizándolo poco a poco. Tal vez dentro de un par de generaciones, los humanos terminemos siendo… patatas.
Él dejó caer el tenedor y la miró con una mezcla de asombro y terror.
—Eso explicaría por qué a veces me siento como un saco de patatas al final del día...
En ese momento, el camarero apareció con una nueva bandeja, esta vez llena de croquetas.
—¿Algo más? —preguntó con su voz de tenor y un guiño que era simultáneamente amistoso y algo perturbador.
—Nada más, gracias —respondieron al unísono, como si temieran que cualquier palabra adicional pudiera desencadenar un evento sobrenatural.
Cuando el camarero se retiró, ella volvió al ataque.
—Hablando de croquetas, ¿te has dado cuenta de que son las filósofas existenciales de la cocina? Son fragmentos de otras vidas: restos de pollo, pescado o vegetales que han sido transformados en algo nuevo, encarnando la idea de la transmigración del alma.
Él se llevó una croqueta a la boca y la masticó lentamente, como si estuviera tratando de extraer alguna sabiduría secreta.
—Entonces, ¿quieres decir que estoy comiendo el alma de un guiso pasado?
Ella asintió solemnemente.
—Exacto. Y cada vez que comes una croqueta, participas en un ritual cíclico. Es hermoso, en realidad.
Él la miró fijamente durante unos segundos y luego se encogió de hombros.
—Me parece bien. Mientras el círculo incluya salsa brava, yo feliz.
En ese momento, el plato de las patatas bravas comenzó a temblar ligeramente. Ambos lo miraron, primero con curiosidad y luego con creciente alarma. Las bravas parecían estar vibrando, como si una fuerza invisible las agitara desde dentro.
—¿Lo ves? ¡Te lo dije! ¡Las patatas tienen un plan! —gritó ella, levantándose de su silla.
Él retrocedió, dejando caer su servilleta al suelo.
—¡No puede ser! ¡Son patatas, por el amor de Dios!
De repente, una de las bravas saltó del plato y aterrizó sobre la mesa, emitiendo un leve sonido chisporroteante. Aún cubierta de salsa, rodó unos centímetros hacia él, como si lo estuviera desafiando.
—¿Qué hacemos? —preguntó él, mirando a su alrededor en busca de ayuda. Pero el resto de los clientes parecían seguir con sus conversaciones, ajenos al motín tubérculo que se estaba gestando en su mesa.
—¿Qué hacemos? ¡Nada! ¡Este es su momento! ¡Hemos abusado de las patatas durante siglos, y ahora están reclamando justicia! —respondía ella, mientras agarraba un tenedor como si fuera un arma.
Otra patata saltó del plato y, esta vez, directamente al suelo. Rodó hacia la terraza contigua, donde un perro que descansaba bajo una mesa la olisqueó y decidió tragársela de un solo bocado.
—Bueno, al menos tenemos aliados —comentó él, apuntando al perro, que ahora parecía perfectamente satisfecho con su contribución al conflicto.
La última patata del plato tembló, emitiendo un sonido que, si uno escuchaba con suficiente atención, podría haber sido interpretado como un pequeño grito de batalla. Pero antes de que pudiera hacer su movimiento final, él se abalanzó sobre ella y la devoró en otro solo bocado.
El silencio volvió a la mesa. Ella lo miró, horrorizada.
—¿Qué has hecho? ¡Eras el elegido! ¡Podrías haber negociado la paz! —él se encogió de hombros mientras masticaba.
—La verdad, estaban demasiado buenas como para dejar que se desperdiciaran. Además, dudo que pudieran organizar una revolución. A fin de cuentas, no tienen cerebro.
Ella suspiró y se dejó caer de nuevo en su silla, abatida.
—Esa es exactamente la clase de arrogancia que las patatas detestan. ¿Sabes que podría haber más de ellas, verdad? Tal vez incluso ahora mismo, en nuestra cocina...
Un escalofrío recorrió la espalda de él, pero trató de mantener la calma. Se llevó otra croqueta a la boca y masticó en silencio, pensando en su próximo movimiento. En el fondo, sin embargo, no podía dejar de imaginar a todas las patatas que había dejado a medio pelar en su vida, conspirando en las sombras de su despensa.
Y allí, bajo la luz cálida de la tarde, mientras el camarero volvía con la cuenta y un guiño críptico, supieron que el mundo ya no volvería a ser el mismo. Las patatas habían sembrado una duda en sus mentes, una duda que echaría raíces y crecería, poderosa, como ellas mismas.
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