Cada noche, Eva se encontraba con la misma cara en la ventana de su habitación. No importaba si las cortinas estaban corridas o si apagaba todas las luces para dejar la habitación sumida en una oscuridad impenetrable: la cara estaba allí. Al principio, creyó que era su imaginación, un simple caso de pareidolia. Quizás la forma de las ramas del árbol fuera del cristal, junto con las sombras proyectadas por la luz de la farola, formaban aquella figura inquietante. Pero con cada noche que pasaba, la cara se hacía más definida, más real.

Los ojos no eran meros óvalos oscuros; parecían dos pozos sin fondo que la observaban con una intensidad perturbadora. La boca, que al principio era una simple línea curva, comenzó a gesticular levemente, como si intentara decir algo. Y la nariz... Bueno, la nariz no estaba realmente allí. Era como si la cara no la necesitara para existir.
Una noche, Eva decidió confrontarla. Se armó con el viejo bate de béisbol que su hermano había dejado olvidado en el armario y se acercó a la ventana con pasos lentos, cada uno resonando en el silencio de la casa. Tiró de las cortinas de golpe, esperando encontrar sólo la noche y su reflejo. Pero no fue así.
La cara estaba allí, tan cerca del cristal que podía ver las pequeñas grietas en la piel, como si estuviera hecha de porcelana antigua. Eva alzó el bate, lista para golpear si era necesario. Pero algo la detuvo. La boca de la cara se movió, formando palabras que Eva no podía oír pero que parecían resonar dentro de su cabeza.
—No tengo intención de hacerte daño —dijo la voz, aunque sus labios no se movieran de nuevo. Era un rumor que brotaba desde un rincón inexplorado de su mente.
Eva retrocedió un paso, sin soltar el bate. —¿Quién eres?— exigió, su voz temblando más de lo que hubiera querido.
La cara no respondió de inmediato. Los ojos parecieron pestañear, aunque no estaba segura. Luego, algo extraordinario ocurrió: el cristal de la ventana comenzó a ondular como si fuera líquido, y la cara, con una lentitud exasperante, se deslizó hacia adentro.
Eva retrocedió de nuevo, con el bate levantado, pero no golpeó. El rostro ya no estaba pegado al cristal, sino que flotaba en el aire, a unos pasos de ella. Ahora podía ver que no era solo una cara; era una entidad amorfa, un ser que carecía de cuerpo pero que exudaba una presencia tan abrumadora que Eva sintió que su corazón latía al ritmo de un tambor de guerra.
—Soy un eco —dijo la figura, su voz reverberando en el aire—. Un reflejo de algo que olvidaste hace mucho tiempo.
—¿Un eco de qué? ¿Qué quieres de mí?— Eva intentó sonar desafiante, pero las palabras apenas salieron como un murmullo.
La entidad no respondió de inmediato. En cambio, comenzó a transformarse. Su rostro cambió, primero tomando la apariencia de su madre, luego la de su mejor amiga de la infancia, y después la de un hombre que Eva no reconocía pero que, de alguna manera, le resultaba familiar.
—Quiero que recuerdes —dijo el ser, ahora con la voz del hombre desconocido—. Quiero que veas.
Antes de que Eva pudiera procesar lo que estaba sucediendo, la habitación se desmoronó a su alrededor. Las paredes se disolvieron como arena arrastrada por el viento, y de repente, ella estaba en un campo infinito de espejos. Cada espejo reflejaba un momento de su vida, algunos de los cuales recordaba con claridad, pero otros parecían escenas de un sueño olvidado o una pesadilla reprimida.
Uno de los espejos mostraba a Eva de niña, jugando en el jardín trasero de su abuela. Pero algo estaba mal. En el reflejo, no estaba sola. Un niño de cabello rizado y ojos oscuros jugaba con ella, pero Eva no recordaba a nadie así.
—¿Quién es ese? —preguntó, dirigiéndose a la entidad.
—Un fragmento perdido —respondió—. Una pieza que dejaste atrás.
Eva extendió la mano hacia el espejo, y en el momento en que sus dedos tocaron la superficie, fue absorbida por el reflejo. Ahora estaba en el jardín de su abuela, con el sol brillando sobre su rostro y el aroma de las flores llenando el aire. Pero el niño estaba allí, mirándola con una expresión mezcla de tristeza y esperanza.
—¿No me recuerdas? —dijo el niño.
Eva negó con la cabeza. —No... ¿Debería?
El niño sonrió, pero había una melancolía profunda en sus ojos. —Solíamos jugar juntos antes de que me olvidaras. Pero ahora estoy atrapado aquí.
—¿Atrapado? ¿Cómo? ¿Por qué?
Antes de que el niño pudiera responder, el jardín comenzó a desvanecerse, como si estuviera siendo borrado por una goma invisible. Eva sintió que la arrastraban hacia atrás, lejos del niño, lejos del recuerdo.
Cuando finalmente despertó, estaba de vuelta en su habitación. El bate de béisbol yacía en el suelo, y la ventana estaba cerrada. Pero la sensación de la presencia del niño y del eco que la había visitado persistía, como un zumbido en el fondo de su mente.
Esa noche, y todas las noches que siguieron, Eva volvió a ver la cara en la ventana. Pero ahora, ya no le temía. Sabía que era algo más que un reflejo o una sombra. Era una parte de ella misma, un eco que pedía ser recordado y, quizá, redimido.
Con el tiempo, Eva comenzó a hablar con la cara, primero débilmente y luego con valentía. Cada conversación revelaba más fragmentos de su pasado, piezas que había perdido pero que lentamente volvían a encajar en el rompecabezas de su vida. Comprendió que el niño era una representación de sus sueños olvidados, de sus esperanzas enterradas bajo años de rutina y miedo.
Una noche, cuando la cara ya no apareció en la ventana, Eva sintió una mezcla de alivio y pérdida. Pero también supo que algo había cambiado. Había hecho las paces con su eco, y con ello, había recuperado una parte de sí misma que pensó que había desaparecido para siempre.
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