La huésped
- Amadeu Isanta
- hace 7 horas
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Estaba sola en casa cuando ocurrió. Era tarde y la tormenta azotaba las ventanas con furia. Había dejado un vaso en el fregadero y, sin pensarlo mucho, giró el viejo grifo de la cocina. En lugar del chorro de agua fría que esperaba, salió un líquido oscuro y espeso que parecía moverse por sí solo.
Retrocedió, aterrada. El líquido formó un charco en el fregadero, y de pronto, algo comenzó a emerger: una mano delgada, de dedos alargados, seguida de un rostro pálido y ojos que parecían pozos sin fondo.
—Gracias por abrirme —dijo una voz gutural.
Quiso gritar, pero su cuerpo no respondía. La figura salió del grifo por completo, alta y etérea, con una sonrisa que helaba la sangre.
—He estado atrapado mucho tiempo —añadió la criatura, avanzando lentamente hacia ella—. Ahora necesito un lugar donde quedarme.
Con un movimiento rápido, la criatura se abalanzó sobre la chica. La oscuridad la envolvió por completo, y cuando intentó respirar, el aire se volvió pesado, extraño.
Horas después, el grifo seguía goteando. Pero ella ya no estaba. Solo un eco persistente llenaba la cocina: el sonido de un susurro que parecía venir del otro lado.

Fue su hermana menor, Laura, quien llegó a la casa a la mañana siguiente. Había pasado la noche en casa de una amiga y no respondió los mensajes, pero ahora algo no encajaba. La puerta no tenía signos de haber sido forzada, pero estaba abierta de par en par. El reloj de pared se había detenido a las 2:43, y una lámpara oscilaba suavemente, como si alguien acabara de pasar por allí.
—¿Ana? —llamó con voz temblorosa—. ¿Estás ahí?
Silencio. Entró despacio, cerrando la puerta tras de sí. La casa olía raro, una mezcla entre humedad, óxido y algo más... algo antiguo. El fregadero estaba lleno de una sustancia negra, como alquitrán. El grifo goteaba.
Laura se acercó, hipnotizada. Y entonces lo oyó. Un susurro. Bajo, apenas audible, pero que la llamaba por su nombre.
—Lauuuraaaa…
Retrocedió. Tropezó con una silla y cayó al suelo. El susurro cesó, pero no se sintió sola. Algo la observaba. Lo sentía. En todas partes.
Reunió fuerzas y corrió escaleras arriba hacia el cuarto de Ana. Allí no había rastro de lucha, la cama estaba intacta, las sábanas lisas, como si nadie hubiese dormido en ellas. Sobre la almohada, sin embargo, había algo que no debería estar allí: un mechón de pelo. El mismo color que el de su hermana.
La policía vino, revisó la casa, interrogó a Laura y puso carteles de "Se busca" por todo el vecindario. Pero los días pasaron, y Ana no aparecía. Nadie supo decir qué ocurrió. Nadie… excepto Laura.
Había algo más. Algo que no podía explicar. No podía dormir desde aquella noche. Sentía un murmullo constante, como si su nombre resonara por las cañerías. El grifo de la cocina seguía goteando, incluso después de que lo cambiaron. Y cada vez que se abría, aunque fuera solo un poco, salía un olor nauseabundo.
Una noche, ya sin poder más, decidió investigar. Buscó en foros extraños, contactó con gente que hablaba de “entidades atrapadas en las corrientes de agua”, de “puertas abiertas entre mundos a través del agua estancada”. Historias locas. Pero había algo que se repetía: si una criatura acuática del Otro Lado era liberada, necesitaba un cuerpo. Un recipiente. Un huésped.
Y entonces entendió. Ana no había desaparecido. Había sido poseída.
No podía contarle a nadie. Nadie la creería. Así que Laura tomó una decisión.
Esperó a que cayera la noche. Se sentó frente al fregadero y encendió una vela. El grifo brillaba tenuemente bajo la luz. Con manos temblorosas, lo giró apenas un poco.
Una gota cayó, espesa, negra como la noche. Y el susurro volvió, esta vez más claro. Más urgente.
—Laura… estoy… aquí…
—Ana —susurró ella—. ¿Eres tú?
El agua se arremolinó en el fregadero, girando en espiral. Una imagen comenzó a formarse. El rostro de su hermana, borroso, atrapado bajo la superficie.
—Me atrapó —dijo la voz, ya no gutural, sino triste, humana—. No me queda mucho tiempo.
—¿Cómo te ayudo?
—Tienes que cerrarle el paso. Sellar el conducto. Con fuego… con sal… pero sobre todo, con algo que me recuerde. Algo que sea mío.
Laura corrió a la habitación de su hermana. Buscó en los cajones hasta encontrar el pequeño relicario de plata que Ana llevaba desde niña. Dentro, una foto de ambas cuando eran pequeñas. Sonreían, abrazadas.
Volvió corriendo. El agua ya rebosaba el fregadero, extendiéndose por el suelo.
—¡Estoy aquí! —gritó—. ¡Aguanta!
Arrojó el relicario al agua, y al mismo tiempo, vació un frasco entero de sal gruesa sobre la encimera. La vela chispeó, casi se apaga, pero luego ardió más fuerte. El agua negra comenzó a hervir. La criatura gritó, un chillido agudo, imposible, mientras su forma se disolvía como humo atrapado bajo el cristal.
Y entonces, silencio.
El agua desapareció. El grifo se secó. Y Laura se desplomó, exhausta, temblando.
Los días pasaron. Nadie volvió a ver a Ana. Oficialmente, seguía desaparecida. Pero Laura, de algún modo, lo sabía. Su hermana ya no sufría. Su alma, lo que quedaba de ella, estaba libre.
A veces, cuando se acercaba al fregadero y giraba el grifo, salía agua cristalina. Normal. Y solo muy de vez en cuando, en las noches de tormenta, escuchaba una voz suave, lejana, que decía:
—Gracias, Laura.
Y ella sonreía con lágrimas en los ojos, cerraba el grifo… y volvía a dormir.
Pero en otra casa, en otro rincón del mundo, un grifo antiguo comenzó a gotear.
Y un nuevo susurro surgió del desagüe.
—¿Quién me abrirá esta vez?
Esta obra está bajo licencia CC BY-NC-ND 4.0. Para ver una copia de esta licencia, visite https://creativecommons.org/licenses/by-nc-nd/4.0/©
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