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Joshua el solitario

  • Foto del escritor: Amadeu Isanta
    Amadeu Isanta
  • 19 abr
  • 5 Min. de lectura

Joshua se entretenía con su vida de soltero. Sus conocidos consideraban que arrastraba una vida triste. A él no se lo parecía. Y digo simplemente conocidos porque carecía de amigos. Nadie quería traspasar la barrera para acercarse a él de otra forma que no fuera la inmediatez y la intrascendencia. Esta forma de relacionarse no le molestaba en absoluto, es más, hasta estaba orgulloso y alardeaba de ella.



Sus días se deslizaban entre rutinas bien marcadas: despertarse a las seis, correr cinco kilómetros por la ciudad aún dormida, y regresar a su apartamento en el cuarto piso de un edificio gris en el barrio más anodino de la ciudad. Trabajaba como contable en una empresa donde nadie recordaba su cumpleaños ni le invitaba a las fiestas navideñas. Joshua no lo esperaba. Tampoco lo deseaba.


Por las noches, después de cenar cualquier cosa —casi siempre algo recalentado o de lata—, encendía la vieja radio que tenía en la esquina del salón. Siempre sintonizaba la misma emisora: jazz suave que llenaba el aire con un fondo casi imperceptible. En esos momentos, se sentaba en su sillón de cuero desgastado, encendía un cigarrillo y sacaba su libreta negra.


Esa libreta era su secreto. En ella escribía observaciones sobre la gente que veía a diario. Joshua tenía un talento especial para notar los pequeños detalles: el leve temblor en las manos de su vecino del piso de abajo, el cambio de peinado de la camarera del bar donde desayunaba, la forma en que el jefe de su oficina guardaba los papeles importantes. Nada se le escapaba.


Fue ese talento el que le hizo notar al hombre del abrigo largo. Lo vio por primera vez un martes por la mañana, parado al otro lado de la calle frente a su edificio. No hacía nada especial, simplemente estaba ahí, con un sombrero ladeado que le tapaba parte del rostro. Al día siguiente, el hombre estaba en el mismo sitio, con la misma actitud. Joshua anotó el detalle en su libreta.


Pasaron los días y el hombre seguía allí. Joshua comenzó a sentir una incomodidad extraña, algo que nunca había experimentado. Empezó a vigilarlo desde la ventana antes de salir a correr, intentando entender qué hacía allí. ¿Lo estaba siguiendo? ¿Por qué?


Una noche, después de varias copas de whisky barato, decidió enfrentarse a su incógnita. Se puso el abrigo, bajó las escaleras y cruzó la calle. El hombre del abrigo largo seguía allí, fumando un cigarrillo.


—¿Te gusta este barrio o sólo te gusta verme salir por las mañanas? —preguntó Joshua, con el tono más irónico que pudo reunir.


El hombre lo miró fijamente, como si midiera sus palabras.


—No eres tan invisible como crees —respondió.


Joshua sintió un escalofrío. Había algo en la voz de aquel hombre, una frialdad que no encajaba con la trivialidad de la conversación.


—¿Quién eres? —preguntó.


El desconocido sonrió apenas.


—Alguien que sabe cosas de ti. Cosas que ni tú mismo sospechas.


Joshua no estaba seguro de si debía tomárselo como una amenaza o una broma. Antes de que pudiera responder, el hombre tiró su cigarrillo al suelo y se marchó, desapareciendo en la niebla que empezaba a descender sobre la ciudad.


Esa noche, Joshua no pudo dormir. Se quedó en el sillón, con la radio encendida, escuchando los acordes melancólicos de un saxo solitario. Miraba su libreta negra, pero no podía escribir nada.


Los días siguientes se convirtieron en una espiral descendente. Joshua empezó a notar cosas extrañas en su apartamento: el cenicero con colillas que él no recordaba haber fumado, el grifo de la cocina goteando cuando juraría haberlo cerrado bien, la puerta del armario ligeramente abierta.


La paranoia se instaló en su vida. Revisaba las cerraduras dos y tres veces antes de acostarse, evitaba salir a la misma hora y comenzó a sospechar de todos los rostros familiares de su rutina.


Finalmente, incapaz de soportarlo más, decidió buscar respuestas. Volvió al lugar donde encontró al hombre del abrigo largo, pero no había ni rastro de él. Pasó horas deambulando por la ciudad, mirando cada esquina, cada sombra.


Fue entonces cuando encontró el sobre. Estaba en su buzón, sin remitente. Dentro, había una fotografía borrosa: Joshua sentado en su sillón, escribiendo en su libreta negra. La foto había sido tomada desde dentro de su apartamento.


Su corazón se aceleró. ¿Alguien había estado allí? ¿Cuándo? ¿Mientras él dormía?


Debajo de la fotografía, una nota escrita a mano:


"Sabemos quién eres realmente."


Joshua sintió que las paredes se cerraban sobre él. ¿Qué significaba eso? ¿Qué sabían?


De repente, su vida meticulosamente controlada se desmoronaba. Aquella soledad que tanto había valorado se transformaba en una prisión.


Decidió actuar. Había algo en todo esto que le resultaba familiar. Volvió a su libreta y revisó las páginas con atención. Fue entonces cuando lo notó: había anotaciones que él no recordaba haber escrito. Detalles sobre su propia vida, pensamientos íntimos, incluso sueños que jamás había contado a nadie.


El pánico dio paso a la confusión. ¿Era posible que no estuviera solo? ¿Que alguien hubiera estado escribiendo en su libreta?


En ese momento, escuchó un ruido detrás de él. Se giró bruscamente, pero la habitación estaba vacía. O eso parecía.


Joshua sintió la presencia antes de verla. Una sombra se deslizaba por el pasillo hacia la cocina. Con el corazón latiendo con fuerza, tomó un cuchillo del cajón y se dirigió hacia el sonido.


Allí estaba el hombre del abrigo largo, de pie junto al fregadero.


—¿Qué demonios quieres? —gritó Joshua, con el cuchillo en alto.


El hombre levantó las manos en señal de paz.


—No soy tu enemigo, Joshua. Estoy aquí para advertirte.


—¿Advertirme? ¿De qué?


—De ti mismo.


Joshua parpadeó, confundido.


—¿Qué demonios significa eso?


El hombre se acercó lentamente.


—Tu vida no es lo que crees. No eres quien piensas ser.


Antes de que Joshua pudiera reaccionar, el hombre dejó caer un sobre en la mesa y desapareció por la puerta.


Dentro del sobre, Joshua encontró documentos, recortes de periódico y fotografías. Todos hablaban de una serie de asesinatos en la ciudad, víctimas sin conexión aparente. Pero lo que realmente le heló la sangre fue la última fotografía: una imagen suya, tomada desde un ángulo bajo, con una expresión sombría en su rostro. En la foto, sostenía el mismo cuchillo que ahora tenía en la mano.


Joshua dejó caer el cuchillo al suelo. Las piezas empezaban a encajar, pero la imagen era demasiado aterradora para aceptarla.


¿Y si no estaba siendo vigilado por otro?


¿Y si era él el verdadero monstruo, oculto tras la fachada de la soledad?



Esta obra está bajo licencia CC BY-NC-ND 4.0. Para ver una copia de esta licencia, visite https://creativecommons.org/licenses/by-nc-nd/4.0/©

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