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Evanescente

Foto del escritor: Amadeu IsantaAmadeu Isanta

En un rincón olvidado del tiempo, donde las estaciones se cruzaban como hilos de un tapiz evanescente, vivía Lía, una joven que podía ver lo efímero en todo. Era una habilidad que algunos hubieran considerado un don, pero para Lía era una maldición hecha de instantes. Su mundo estaba tejido con aquello que los demás no podían percibir: los suspiros de las hojas antes de ser arrastradas por el viento, las miradas que se perdían en un abrir y cerrar de ojos, las palabras que morían en los labios antes de ser pronunciadas.



Lía vivía sola en una cabaña que parecía tan pasajera como todo lo que ella conocía. Las paredes se deshacían en motas de luz al amanecer, y cada noche se reconstruían como si una fuerza invisible quisiera protegerla del olvido. La cabaña estaba rodeada de un bosque cambiante, donde los árboles florecían y perdían sus hojas en un solo parpadeo. Era como si el tiempo jugara a reinventarse a su alrededor.


Una tarde, mientras Lía observaba cómo una mariposa se desintegraba en polvo dorado al posarse sobre una flor, sintió una presencia extraña. Se giró y encontró a un hombre de aspecto etéreo, cuyas facciones parecían cambiar con cada movimiento de luz. Su cabello era un remolino de estaciones: en un instante, hojas de otoño caían de él, y al siguiente, brotaban flores primaverales de su cabeza.


—¿Quién eres? —preguntó Lía, intentando fijar la mirada en un rostro que se resistía a ser definido.


—Soy Aristeo, el guardián de lo que desaparece —respondió él con una voz que sonaba como ecos en un valle vacío. —Y tú, Lía, eres la que ve lo efímero.


Lía frunció el ceño. Nadie había pronunciado su nombre en años, y su sonido en los labios de aquel hombre la hizo estremecerse.


—Si eres el guardián, ¿por qué vienes a mí ahora? —preguntó con cautela.

Aristeo sonrió, una sonrisa que se desmoronó en mil gestos diferentes antes de desvanecerse.


—Porque lo efímero se tambalea. Hay algo que amenaza con detener el flujo de lo pasajero, y si eso sucede, el mundo que conoces dejará de existir.


Lía lo miró en silencio, tratando de asimilar sus palabras. Todo lo que había conocido era lo efímero. La idea de que algo pudiera congelarse en el tiempo era tan ajena como aterradora.


—¿Qué debo hacer? —preguntó finalmente.


Aristeo extendió una mano, y en su palma apareció una esfera translúcida que contenía un paisaje en constante cambio. Montañas que se alzaban y caían, ríos que se secaban y volvían a fluir, y cielos que alternaban entre tormentas y días despejados.


—Debes llevar esta esfera al Corazón del Tapiz —dijo—. Allí encontrarás el núcleo del flujo. Pero ten cuidado, pues el camino está lleno de trampas creadas por quienes desean que todo sea eterno.


Lía tomó la esfera con manos temblorosas. Era liviana como una burbuja, pero al mismo tiempo sentía el peso de una responsabilidad inmensa. Aristeo se desvaneció en un parpadeo, dejando atrás un rastro de flores que se marchitaron al instante.


El viaje comenzó al amanecer, cuando las sombras de la noche se disolvieran en el primer rayo de luz. Lía caminó por senderos que cambiaban bajo sus pies, cruzando prados donde la hierba crecía y moría en un ciclo interminable. Cada paso la acercaba más al Corazón del Tapiz, pero también atraía la atención de fuerzas que deseaban detenerla.


En el primer obstáculo, se encontró con un lago de agua inmóvil, tan quieta que reflejaba el cielo como un espejo perfecto. Cuando intentó cruzarlo, el agua se endureció bajo sus pies, atrapándola en un hielo eterno. Lía cerró los ojos y recordó el flujo, el movimiento constante que había sido su realidad. Al abrirlos, el hielo comenzó a derretirse, liberándola para continuar su camino.


El siguiente desafío fue un bosque de estatuas, cada una representando a una persona atrapada en un momento de petrificada desesperación. Las estatuas susurraban, rogándole que se quedara, que compartiera su eternidad. Pero Lía sabía que quedarse allí significaría renunciar a todo lo que amaba, incluso a lo efímero. Con cada paso, las voces se debilitaban hasta desaparecer.


Finalmente, tras lo que parecieron siglos y un instante a la vez, llegó al Corazón del Tapiz. Era un espacio inmenso y vacío, donde los hilos de las estaciones se cruzaban en patrones infinitos. En el centro, un reloj sin agujas latía como un corazón, irradiando una luz que cambiaba de color y textura con cada pulso.


Lía colocó la esfera frente al reloj, y este comenzó a girar frenéticamente. Los hilos del tapiz cobraron vida, tejiendo y destejiendo realidades a su alrededor. El aire se llenó de un murmullo de voces, risas, lágrimas y canciones que habían sido olvidadas.


De pronto, el reloj se detuvo, y un silencio absoluto llenó el espacio. Lía sintió el peso de la eternidad amenazando con caer sobre ella, pero entonces recordó las palabras de Aristeo: “El flujo es todo”. Con un susurro, pronunció esas palabras, y el reloj volvió a latir.


El Corazón del Tapiz vibró con una fuerza indescriptible. Lía fue envuelta en una luz cálida que la hizo sentir parte de algo mucho más grande que ella misma. Cuando la luz se disipó, se encontró de nuevo en su cabaña, rodeada por el bosque cambiante.


Nada era igual, pero todo seguía siendo efímero. Las hojas caían, los rostros se desvanecían, y las estaciones danzaban en su eterno ciclo. Pero ahora, Lía sabía que su maldición era también su regalo: la capacidad de ver lo que otros no podían, de atesorar cada instante como si fuera el último.


Y así, en aquel rincón olvidado del tiempo, donde las estaciones se cruzaban como hilos de un tapiz evanescente, Lía vivió, no para temer lo efímero, sino para celebrarlo.



Esta obra está bajo licencia CC BY-NC-ND 4.0. Para ver una copia de esta licencia, visite https://creativecommons.org/licenses/by-nc-nd/4.0/©


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