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Espera en la puerta

  • Foto del escritor: Amadeu Isanta
    Amadeu Isanta
  • 3 may
  • 4 Min. de lectura

Raúl había recibido instrucciones precisas: esperar frente a la puerta de la casa número 17 en la calle Olmo. Sin golpear, sin hablar. Solo esperar. La carta era breve, sin firma ni explicación.

Eran las once de la noche cuando llegó. La puerta, negra y vieja, parecía consumir la poca luz de la farola cercana. Alrededor, el silencio era opresivo, como si el mundo entero contuviera la respiración.

Pasaron los minutos. Raúl sintió el peso del tiempo y una creciente sensación de ser observado. Quiso marcharse, pero sus pies parecían enraizados al suelo. De repente, un leve murmullo surgió del otro lado de la puerta. Se estremeció, tratando de entender lo que decía.

A las once y media, el pomo giró lentamente, pero la puerta no se abrió. Solo se escuchó un crujido y luego el silencio volvió a caer, más pesado que antes.

A medianoche, el reloj del pueblo dio las doce campanadas. Con la última, la puerta se abrió de golpe. Dentro, todo era oscuridad, salvo un espejo que reflejaba a Raúl... pero su reflejo sonreía.

La puerta se cerró tras él sin emitir sonido alguno. A la mañana siguiente, en la calle Olmo, el número 17 ya no existía.



Raúl no entendía cómo había llegado a aquel lugar. La estancia era fría, casi helada, a pesar de no haber ventanas. El espejo seguía allí, inmóvil, reflejando una versión de él mismo que no sentía del todo propia. Esa sonrisa torcida, esos ojos con un brillo burlón, no le pertenecían.

Se acercó con cautela, como si el cristal pudiera devorarlo. Cuando estuvo a escasos centímetros, su reflejo parpadeó... pero él no. Se apartó de un salto. El corazón le martilleaba en el pecho.

—¿Raúl? —preguntó una voz tras él.

Se giró. Nadie. La voz era suave, casi infantil. Venía de todas partes, o de ninguna.

—Raúl, has venido. Eso es... inesperado.

—¿Quién eres? —preguntó, con la garganta seca.

—La pregunta no es quién soy yo —respondió la voz—, sino quién eres tú... y qué has olvidado.

Las luces parpadearon, y por un instante, el cuarto se llenó de sombras. No había lámparas. No había techo. No había lógica.

Raúl intentó volver sobre sus pasos, pero la puerta había desaparecido. En su lugar, había un pasillo largo y serpenteante, con paredes cubiertas de relojes detenidos en distintas horas. Ninguno marcaba la misma.

Caminó.

Pasó junto a relojes que tiritaban con un tic-tac silencioso, junto a retratos sin rostros y cuadros que cambiaban de forma cada vez que los miraba. Había algo profundamente erróneo en todo aquello. Como si el mundo hubiese sido reconstruido por alguien que no entendía bien cómo funcionaba la realidad.

Al llegar al final del pasillo, una escalera descendía hacia la nada. Un leve perfume a lilas flotaba en el aire, incompatible con la atmósfera estancada. Bajó.


La sala en la que apareció al final de la escalera parecía una mezcla entre un salón victoriano y un teatro abandonado. Cortinas rojas desgarradas colgaban de los muros. En el centro, un hombre estaba sentado en un sillón enorme. Llevaba una máscara blanca, sin rasgos.

—Has tardado —dijo, sin moverse.

Raúl no respondió.

—No me reconoces. Lo comprendo. La memoria se deshilacha con el tiempo.

—¿Qué es este lugar?

El hombre ladeó la cabeza.

—Un cruce. Un umbral. Un espejo roto. Llámalo como quieras. Estás en medio de ti mismo.

Raúl frunció el ceño.

—¿Qué quieres decir?

—Que llegaste aquí porque alguien te convocó... pero también porque parte de ti deseaba volver.

—¿Volver?

El hombre se levantó. Su silueta proyectaba una sombra inmensa, desproporcionada.

—¿Recuerdas el incendio? —preguntó.

Raúl palideció.

Un destello fugaz cruzó su mente: humo espeso, gritos, una puerta que no se abría, un reloj marcando las 00:00. Su hermano. La mirada desesperada de su hermano.

—No... —murmuró.

—No has vuelto a dormir desde entonces —continuó el hombre—. No porque tengas miedo... sino porque algo quedó incompleto.

Raúl dio un paso atrás. El espejo. La carta. El susurro.

—¿Qué soy para ti? —preguntó el hombre de la máscara.

Raúl no supo qué responder. El miedo le nublaba los pensamientos. Pero una certeza crecía en su pecho: ese lugar no estaba hecho para él, y sin embargo, era suyo.

—Quiero salir —dijo por fin, con voz firme.

El hombre asintió.

—Entonces elige.

Un nuevo espejo apareció, flotando en el aire. Esta vez no había reflejo. Solo una niebla espesa al otro lado.

—Puedes cruzarlo —dijo la figura—. Pero no volverás igual.

Raúl lo miró, y durante un instante, la máscara se agrietó. Detrás, unos ojos iguales a los suyos.

Era él.


Al cruzar el espejo, Raúl sintió un vértigo brutal. Su cuerpo se deshizo en fragmentos, como polvo al viento. Vio escenas de su infancia, rostros olvidados, decisiones pequeñas que cambiaron su vida sin que lo notara. Sintió culpa, tristeza, amor, ternura, miedo. Todo mezclado.

Y luego, silencio.

Cuando abrió los ojos, estaba en su cama. El reloj marcaba las 6:00. La carta ya no estaba. Tampoco el número 17 en la calle Olmo.

Pero algo había cambiado.

Raúl ya no tenía pesadillas. Recordaba el incendio, sí. Pero también la última mirada de su hermano... que ahora, por fin, parecía en paz.

Una mañana, al pasar frente a un escaparate, vio un espejo viejo. Su reflejo le devolvía la mirada. Y sonrió. Esta vez, era suya.



Esta obra está bajo licencia CC BY-NC-ND 4.0. Para ver una copia de esta licencia, visite https://creativecommons.org/licenses/by-nc-nd/4.0/©

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