El detective la invitó a pasar, y ella, con el impermeable empapado, cruzó el umbral con una mezcla de resignación y determinación. La oficina estaba exactamente como había imaginado: las persianas a medio abrir, un ventilador oxidado girando sin razón aparente y un escritorio que tambaleaba con cada leve movimiento. Y allí, en el centro del caos, el detective.

Se sentaron. Él, con una chaqueta que había visto mejores días y un pitillo colgando de los labios, indicó con su dedo índice un punto en la mesa. El humo formaba espirales que se elevaban hacia el techo, como si compartieran su aire de misterio. Su expresión era una mezcla entre picardía y agotamiento, aunque claramente no del tipo de agotamiento que lleva a la cama, sino al vaso más cercano.
—Ahí —dijo, aunque su voz era innecesaria; el gesto lo había dicho todo.
Ella asintió, sacó un fajo de billetes y los dejó en el punto exacto que él había indicado. Los billetes descansaron sobre el viejo escritorio con un suave “plop”, absorbiendo la luz mortecina de la única lámpara de la habitación. La tormenta en el exterior proporcionaba la banda sonora perfecta, con truenos que parecían subrayar cada acción.
—¿Esto será suficiente? —preguntó ella, sin abrir la boca, solo arqueando las cejas de una manera que hubiera hecho envidiar a cualquier mimo.
El detective, también en silencio, alzó ligeramente un hombro y ladeó la cabeza, como diciendo: “Lo veremos”. Entonces tomó el fajo, lo revisó con la misma calma que un abuelo revisa las ofertas del supermercado y lo guardó en un cajón que chirrió como una puerta en una película de terror.
—Ahora, los datos —dijo ella finalmente, con una voz que llevaba más hielo que la tormenta misma.
El detective sonrió, dejando caer el pitillo en un cenicero desbordado de colillas. Abrió un cajón diferente del escritorio y sacó un sobre marrón que estaba tan arrugado como las esperanzas de alguien al final de un mal día. Lo colocó en la mesa con un gesto teatral, arrastrándolo hacia ella como si estuviera entregando el Santo Grial.
—Todo lo que necesita está ahí —dijo, inclinándose hacia atrás y encendiéndose otro pitillo. Esta vez, su sonrisa era más amplia, casi infantil, como si acabara de ganar una partida de poker.
Ella tomó el sobre con cuidado, como si fuera un explosivo, y lo abrió lentamente, dejando que el papel rugiera como las olas golpeando un acantilado. Lo que encontró adentro la hizo fruncir el ceño.
—¿Esto es una broma? —preguntó, sosteniendo una fotografía borrosa de algo que podría ser un perro o un bolso abandonado.
El detective levantó ambas manos, simulando inocencia.
—Es todo lo que tengo... por ahora —dijo, haciendo un ademán que podía interpretarse como “paciencia” o “pégame si quieres, no me importa”.
Ella cerró el sobre con un gesto decidido y se levantó, dejando caer su impermeable mojado en la silla con un ruido sordo. La tormenta fuera seguía arreciando, pero ahora el sonido era un telón de fondo para su furia.
—Escúchame, Humphrey Bogart de pacotilla —dijo, cruzando los brazos—. Te estoy pagando una pequeña fortuna, así que más te vale que aparezcas con algo mejor antes de que termine la semana.
El detective soltó una carcajada que terminó en una tos seca.
—Tranquila, querida. Este es solo el aperitivo. El plato principal está en camino.
—Espero que no sea tan borroso como esto —replicó ella, dejando caer la fotografía en la mesa con desdén. Luego se giró, ajustó su sombrero y salió con un portazo que hizo tambalear las persianas.
El detective se quedó solo en la oficina, observando la fotografía con una sonrisa ladeada. La tormenta seguía rugiendo afuera, pero en el interior todo parecía haberse quedado en pausa. Tomó el fajo de billetes de nuevo y lo contó por segunda vez, murmurando para sí mismo.
—Una chica lista, pero todavía le falta paciencia —dijo, arrojando la fotografía al cenicero y encendiéndola con la colilla que acababa de apagar. Mientras el papel se retorcía en llamas, sacó un sobre diferente de su bolsillo interno, mucho más limpio y sin arrugas. Lo abrió, echó un vistazo a su contenido y asintió con aprobación.
—El plato principal está listo —susurró para sí mismo, guardándolo de nuevo y tomando su abrigo del perchero. Con un gesto rápido, apagó la lámpara y abandonó la oficina, dejándola en penumbra, con el ventilador girando incansablemente sobre el escritorio.
Allá afuera, la tormenta lo envolvió como un viejo conocido. Caminó por las calles inundadas con la confianza de alguien que sabe exactamente hacia dónde va. La lluvia golpeaba su sombrero y caía en cascadas por los bordes, pero él no parecía notarlo.
En una esquina poco iluminada, se detuvo frente a un coche negro estacionado bajo un farol parpadeante. Tocó la ventanilla con los nudillos, y esta bajó lentamente, revelando a un hombre con cara de pocos amigos y una cicatriz que cruzaba su mejilla.
—¿Tienes lo que pedimos? —preguntó el hombre, con una voz tan rasposa como el pitillo del detective.
El detective sacó el sobre limpio y se lo entregó.
—Todo aquí. Pero dile a tu jefe que la próxima vez será el doble. Las tormentas no son mi clima favorito.
El hombre de la cicatriz lo observó con desconfianza, pero finalmente asintió. Mientras el coche arrancaba y desaparecía en la oscuridad, el detective encendió otro pitillo y se quedó allí, bajo la lluvia, contemplando la ciudad con una mezcla de orgullo y melancolía.
—No hay descanso para los que saben demasiado —murmuró, antes de caminar hacia un bar cercano donde la noche prometía ser tan larga como la tormenta. Pero esa, claro, es otra historia.
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