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El chorro

Foto del escritor: Amadeu IsantaAmadeu Isanta

Solo aguantó unos segundos hasta que su organismo no pudo más. Inclinó ligeramente la cabeza hacia atrás para coger impulso y, con la apertura máxima que le permitió la boca, expulsó una parabólica y majestuosa corriente de fluidos densos y viscosos. Era como si su interior hubiera decidido rebelarse contra las leyes de la decencia, y al primer contacto con el aire, la sustancia comenzó a brillar de manera extrañamente hipnótica.



—¡Código rojo! —gritó alguien del grupo, aunque nadie sabía exactamente qué significaba eso. El tiempo pareció ralentizarse mientras todos observaban cómo el chorro ascendía con una elegancia que desafiaba las reglas de la física. Su ascenso inicial prometía un final glorioso, pero la realidad de la gravedad pronto se hizo presente. El chorro, ahora convertido en un arco perfecto, comenzó su descenso letal.


Los amigos, al intuir el peligro, intentaron parar el tiempo. Algunos se quedaron inmóviles, intentando canalizar sus poderes telepáticos inexistentes, mientras otros optaron por maniobras más prácticas como correr en círculos o gritar —¡es el fin!— con un dramatismo digno de una tragedia griega. El resultado fue un caos coordinado que solo sirvió para garantizar que nadie escapara del impacto.


—¡No, no, no! —balbuceó Esteban, intentando cubrirse con un sombrero de papel aluminio que llevó al evento “por si las moscas”. El sombrero fue eficaz… durante aproximadamente 0,2 segundos, antes de ser arrastrado por la fuerza del fluido que aterrizó con un sonido que sólo puede describirse como “plop interdimensional”.


Mientras los amigos trataban de procesar la situación, el chorro mostró sus verdaderas intenciones. No era un fluido cualquiera; parecía estar vivo. Se extendió por el suelo con la rapidez de un enjambre de abejas furiosas, formando patrones geométricos que recordaban jeroglíficos alienígenas. De pronto, una figura emergió de la masa. Era un pequeño homúnculo hecho completamente de la sustancia, con ojos brillantes y una sonrisa enigmática.


—¡Soy Fluido, el Emperador de lo Pegajoso! —proclamó con voz aguda, alzando lo que parecía ser un cetro hecho de una cuchara torcida. —Humanos, he venido a reclamar este plano de existencia.


—¿Pero qué carajo…? —dijo Natalia, limpiándose la cara con una servilleta que había sacado del bolsillo, aunque era evidente que necesitaría algo más cercano a una manguera industrial.


El homúnculo no esperó respuesta. De un salto diminuto pero elegante, aterrizó sobre la cabeza de Esteban, que gritando intentó sacárselo sin éxito. El Fluido usó el cabello de Esteban como una especie de trono improvisado, proclamando que él sería el primer humano en ser “gobernado por la Grandeza Pegajosa”.


—Esto… esto no está pasando —dijo Marta, abrazando una mochila como si fuera un talismán.


—¡Claro que está pasando! —respondía el Fluido, ahora organizando un desfile improvisado sobre los hombros de Esteban, que seguía forcejeando sin éxito. —Y cuando termine de conquistar este diminuto grupo de humanos, seguiré con los gatos. Y luego, el mundo entero. ¡Mwahahaha!


La situación, surrealista desde cualquier ángulo, solo empeoró cuando alguien decidió intervenir. Fue Daniel, quien, sin pensarlo demasiado, lanzó un botellín de cerveza al homúnculo. Para sorpresa de todos, el fluido reaccionó absorbiéndolo con un ruido de sorbo satisfecho.


—¡Oh, ahora tengo más energía! ¡Humanos, su ataque ha fortalecido a su nuevo soberano!


—¿En serio? ¿Le das combustible? —gritó Marta, golpeando a Daniel en el brazo.


—¡No sabía que iba a pasar eso! —se excusó Daniel, mientras el Fluido comenzaba a duplicarse, generando un clon diminuto de sí mismo que empezó a hacer flexiones en el suelo.


—Si me dejan conquistar pacíficamente, solo los usaré como… almohadas orgánicas —ofreció el Fluido con una voz tan dulce que casi convencía.

Pero Natalia tenía otros planes. Sin previo aviso, corrió hacia la nevera de picnic que habían llevado al parque. Abrió la tapa con un ademán dramático y sacó un paquete de gelatina de colores.


—Si algo he aprendido de los programas de cocina es que las sustancias pegajosas odian la competencia. ¡Prepárate, baboso!


Con una precisión que nadie sabía que poseía, lanzó la gelatina directo al homúnculo. El efecto fue inmediato. El Fluido comenzó a tambalearse, emitiendo un sonido que podría describirse como un cruce entre un globo desinflándose y un pato nervioso.


—¡¡Nooooo!! ¡La gelatina es mi némesis ancestral! ¡Lo recuerdo ahora! ¡Malditos sean, humanos inteligentes!


El Fluido se disolvió lentamente, dejando tras de sí solo un charco titilante que ya no parecía tener vida propia. Todos se quedaron mirando el desastre, empapados, con restos pegajosos en el cabello y una historia que nadie les creería.


—Bueno, al menos tenemos gelatina para el postre —intentó bromear Natalia.


La risa nerviosa fue interrumpida por un pequeño burbujeo en el charco. Una diminuta voz susurró:


—Esto no ha terminado...


—¡A casa! —gritó Marta, y todos salieron corriendo, dejando atrás al parque, al Fluido y a sus tronos improvisados.



Esta obra está bajo licencia CC BY-NC-ND 4.0. Para ver una copia de esta licencia, visite https://creativecommons.org/licenses/by-nc-nd/4.0/©


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