Hacía años que la humanidad se había enfrentado a un enemigo inesperado: las Ucronías. Estas realidades alternativas comenzaron a filtrarse en la línea temporal original, trayendo consigo fragmentos de mundos que nunca debieron existir. Al principio, parecían curiosidades inofensivas: un monumento a Napoleón victorioso en Waterloo aparecía en París, o avistamientos de dinosaurios en los suburbios de Nueva York. Pero pronto, estas anomalías se multiplicaron.

La primera señal de que algo iba realmente mal fue el día en que el cielo se llenó de lunas. Nadie supo cuántas había, porque su número cambiaba a cada parpadeo. Algunas eran familiares, con cráteres bien conocidos, mientras que otras estaban cubiertas de vegetación, como jardines colgantes que orbitaban en silencio. Había quien juraba haber visto ciudades enteras en aquellas lunas, con luces que parpadeaban como si alguien, o algo, viviera allí. Los telescopios se volvieron obsoletos; cada observación contaba una historia distinta.
El caos alcanzó su punto culminante cuando el mismísimo flujo del tiempo comenzó a tambalearse. A medianoche, podías encontrarte desayunando con un pariente que había muerto décadas atrás, o abrir un armario y descubrir un invierno que nunca habías vivido. Los gobiernos intentaron imponer reglas a lo irracional: mapas del tiempo que intentaban organizar qué días eran reales y cuáles no, pero la futilidad del esfuerzo pronto quedó al descubierto. Cada hora traía nuevas invasiones: autómatas con corazones de ámbar, bibliotecas enteras flotando en el aire, árboles que cantaban en idiomas olvidados.
Fue entonces cuando llegaron los testimonios de los "derramados", como se empezó a llamar a aquellos que, sin previo aviso, aparecían en nuestra realidad desde las ucronías. Uno de los más recordados fue el caso de Lázaro del Horizonte Roto, un hombre con piel de obsidiana y ojos de plata, que aseguraba provenir de un mundo donde el sol nunca había salido. “En mi mundo,” dijo, “el día es un rumor. Hemos aprendido a vivir de la luz que emana del suelo, pero nunca había imaginado un lugar tan cegador como este.” Lázaro hablaba con una cadencia que hipnotizaba, y su presencia era tan magnética como aterradora.
Conforme las ucronías seguían vertiéndose, empezó a surgir un patrón en su locura. Los fragmentos de realidades alternativas parecían gravitar hacia personas específicas, como si las ucronías buscaran anclas. Los anclados, como se les llamó, comenzaron a experimentar cambios profundos: lenguas desconocidas fluían de sus bocas, sus sombras adoptaban formas que no correspondían a sus cuerpos, y algunos incluso afirmaban recordar vidas que nunca habían vivido. Para ellos, las fronteras entre las realidades eran tan delgadas como el aire.
Una de las más estudiadas fue Emilia Torrens, una artista que, tras un encuentro con una ucronía, desarrolló la capacidad de pintar paisajes que nadie podía identificar. En uno de ellos, un mar negro como el petróleo se extendía bajo un cielo de fuego azul, donde enormes criaturas similares a ballenas volaban en círculos lentos. Emilia afirmaba que había estado allí, aunque solo por un instante. Su obra fue estudiada por científicos y místicos por igual, pero ninguno pudo determinar si eran visiones, recuerdos o simplemente delirios.
Con el tiempo, algunos aprendieron a navegar las ucronías. Se les conoció como los Caminantes. Estos individuos podían entrar en los fragmentos alternativos y regresar, trayendo consigo artefactos imposibles: relojes que marcaban la hora en tres dimensiones, flores que crecían hacia abajo y frascos de un líquido que cambiaba de color según las emociones de quien lo sostenía. Pero los Caminantes también pagaban un precio. Cada viaje les dejaba más desconectados de nuestra realidad; sus voces adquirían ecos que no correspondían al espacio en que se encontraban, y sus reflejos parecían moverse con un ligero desfase.
El más legendario de los Caminantes fue Haruki Sato, un antiguo científico convertido en explorador de lo imposible. Haruki descubrió que las ucronías no eran simples aberraciones, sino fragmentos de un multiverso que se había resquebrajado por completo. “Somos una gota en un vaso roto,” dijo en una de sus últimas entrevistas. “El problema no es que las ucronías nos invadan, sino que nuestra propia realidad está siendo absorbida por ellas.”
En un intento por estabilizar el caos, Haruki lideró una expedición al Corazón Fractal, un punto teórico donde todas las realidades convergían. La expedición fue un éxito a medias: lograron llegar al Corazón, pero solo Haruki regresó. Trajo consigo un mapa, o al menos algo que llamaba así, aunque no era más que un conjunto de formas geométricas que parecían cambiar cada vez que alguien intentaba interpretarlas. Haruki se volvió reservado y extraño tras su regreso, y algunos afirmaban que ya no era él mismo, sino una versión de otro mundo que había tomado su lugar.
Conforme el tiempo avanzaba –si es que la palabra “avanzar” seguía teniendo sentido–, la humanidad empezó a adaptarse. Las ciudades se rediseñaron para acomodar las fluctuaciones de la realidad: edificios que podían convertirse en ruinas en un parpadeo eran reconstruidos con materiales que se reconfiguraban solos. Los mercados se llenaron de productos de mundos imposibles: frutas que cantaban al ser peladas, herramientas que solo funcionaban cuando nadie las miraba, y juguetes que enseñaban filosofía a los niños.
Pero, a pesar de todos los esfuerzos, las ucronías seguían creciendo, y una pregunta empezó a susurrarse en todas partes: ¿Y si nuestra realidad no era la original? Quizá, pensaban algunos, nosotros también éramos un fragmento, una ucronía que había invadido otra línea temporal. Este pensamiento se volvió una obsesión para muchos, y comunidades enteras se dedicaron a intentar "recordar" la línea original, aunque nadie podía ponerse de acuerdo en qué había sido.
El mundo –o los mundos– se convirtieron en un mosaico de maravillas y horrores. Había quienes se resistían, buscando formas de restaurar la normalidad, y quienes abrazaban el caos, creyendo que en la fragmentación estaba la verdadera libertad. La humanidad, dividida entre estas dos posturas, comenzó a redefinir su existencia. Ya no era cuestión de preservar lo conocido, sino de encontrar significado en un universo donde nada era fijo.
Al final, fue un niño quien formuló la pregunta que nadie había osado plantear: “¿Y si las ucronías nos necesitan tanto como nosotros a ellas?” Nadie supo cómo responderle, pero la pregunta quedó suspendida en el aire, como una luna más en el cielo infinito.
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